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La
novela de aventuras es la esencia misma de la ficción, puesto que se
gesta con el sencillo objetivo de entretener. La aventura es aquello que
se opone a la rutina, a lo cotidiano, de ahí su valor. Es la capacidad
del protagonista para enfrentarse a riesgos, misterios y peligros. Por
norma, la novela de aventuras cuenta con un final feliz. El héroe,
aunque cansado, logra al fin sus propósitos.
Se considera que los orígenes del género de aventuras se encuentran en La Odisea y en La Ilíada de Homero (siglo VIII a. d C.) y, por ende, en la épica clásica.
En la primera, el héroe Ulises lucha por volver a su hogar en Ítaca
tras la Guerra de Troya. He aquí el viaje iniciático del protagonista
que será la base para las futuras aventuras narrativas. También los
cuentos de Las mil y una noches, donde encontramos a Aladino o Simbad, el marino.
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De 1699 es Las aventuras de Telémaco, de François Fénelon, basado en La Odisea
y que continúa las aventuras en la figura del hijo de Ulises, un libro
que tuvo mucho éxito entre los jóvenes de la época, siendo el más leído y
traducido del momento.
Ya en 1719 encontramos la primera obra moderna del género, Robinson Crusoe,
de Daniel Defoe, quien basó su relato en la aventura verídica del
marinero Selkirk, abandonado como castigo en una isla desierta. Todos
conocemos su éxito, tanto que ha sido muchas veces adaptada al cine e
imitada por otros autores.
Tras Crusoe, llegaron Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift
(1726), que, aunque en origen fue una novela satírica contra la vida
política del momento, encontró un rápido éxito entre niños y jóvenes,
encantados con las aventuras de Gulliver en Lilliput y otros lugares
exóticos. Como ejemplo definitivo del siglo XVIII, El último de los mohicanos
de James Fenimore Cooper (1757), que narra la lucha de dos amigos
indios por sobrevivir durante la colonización inglesa de Norteamérica.
Lo primero que llama la atención de la novela de aventuras es que, siendo una subcategoría de la novela, sus límites son ambiguos,
es decir, que puede albergar en ella otros subgéneros como el
histórico, el policíaco o el romántico, por ejemplo. Muchos la
consideran un tipo de literatura juvenil, aunque todos hemos oído hablar
de sus grandes títulos y en algún momento nos hemos perdido entre sus
páginas.
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El esquema salida-viaje-retorno se suele repetir en el género,
creando expectación para el lector, quien llega a las últimas páginas en
busca del destino del héroe que lo ha cautivado con sus peripecias. Sí, siempre hay un personaje principal con el que el lector se identifica plenamente.
La acción trepidante es otro rasgo fundamental de este género, así como los diferentes escenarios y lugares
que se suceden, casi siempre exóticos. Los libros de aventuras brindan
la posibilidad de visitar lugares que, de otro modo, sería imposible: el
desierto, la jungla, alta mar, una batalla, etc.
Fue en el siglo XIX cuando se produjo el auténtico auge de las
novelas de aventuras y donde encontramos -aparte de las ya mencionadas-
las obras maestras del género. Para empezar, el Ivanhoe
(1820) de Walter Scott, que cuenta las aventuras del joven caballero
Wilfred de Ivanhoe, quien tras luchar en Tierra Santa con el rey Ricardo
Corazón de León, regresa a una Inglaterra llena de intrigas durante la
regencia del príncipe Juan. De algunos años más tarde, 1838, son Las aventuras de Arthur Gordon Pym, de Edgar Allan Poe, un relato de aventuras marineras de tipo episódico.
El prolífico Alejandro Dumas nos dejó Los tres mosqueteros (1844) con los inolvidables D’Artagnan, Athos, Porthos y Aramis, y El conde de Montecristo (1845), donde el joven Edmond Dantés sufre una cruel traición y fragua su venganza.
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Tampoco podemos olvidar a Robert Louis Stevenson y su mítica La isla del tesoro (1883), ni Las minas del rey Salomón (1885) de H. Rider Haggard. Para cerrar el aventurero siglo XIX, El corsario negro (1898) de Emilio Salgari y el inquietante viaje a África de Marlow en El corazón de las tinieblas (1899) de Joseph Conrad.
El género de aventuras continuó en el siglo XX con Las cuatro plumas
(1902) de Alfred E. W. Mason, novela en la que el joven Harry Feversham
luchará por reponer su honor después de desertar del ejército al ser
reclamado para defender la colonia británica de Jartum en África. Dos
años después, James Matthew Barry publicó Peter Pan, el niño que vivía en el País de Nunca Jamás y se negaba a crecer.
La Pimpinela Escarlata (1905) de Emma de Orczy
relata la doble vida de sir Percy Blakeney, quien para unos era un
arrogante aristócrata francés de vida frívola, pero que en realidad se
dedicaba a salvar a inocentes del Reinado del Terror tras la Revolución
Francesa. Otro clásico bien explotado por el cine es el Tarzán de los monos (1914) de Edgar Rice Burroughs, al igual que las peripecias del espadachín Scaramouche (1921) de Rafael Sabatini.